Click acá para ir directamente al contenido

Principio de Autonomía Progresiva y resistencia del mundo adulto

Escrita por Paula Medina, Investigadora del Centro de Investigaciones Criminológicas de la Justicia Penal, Facultad de Derecho, Universidad Central de Chile.

A casi tres décadas de la ratificación nacional de la Convención de los Derechos del Niño (CDN), asistimos a su reconocimiento prácticamente transversal. Sin embargo, en muchos aspectos, la concepción de los niños como sujetos de derechos para el mundo adulto ha operado solo como un slogan, una nueva forma de denominar el estatus de los niños, pero sin cambiar las representaciones y prácticas sociales que tenemos hacia la infancia y adolescencia. La visión de la niñez que sostiene la CDN, particularmente vinculada al respeto y consideración de su autonomía progresiva, no ha logrado permear profundamente al mundo adulto. En cambio, sí ha impactado a los niños y adolescentes, quienes hoy están mucho más conscientes de sus derechos, los viven, los ejercen y habitan en ellos.

Autores como Vergara y otros (2015), señalan que el acceso de los niños a un expansivo mercado del consumo cultural infantil, relacionado con la música, los juegos electrónicos, la tecnología, ha permitido la conformación de un "mundo infantil propio", códigos particulares y a veces ininteligibles para los adultos. Los niños asimilan nuevos valores, como el respeto a la naturaleza y a la no-discriminación, la noción de derechos se incorpora en su lenguaje cotidiano, convirtiéndose incluso en una herramienta reivindicativa contra el mundo adulto. Son críticos respecto al modo de vida y a las incoherencias que observan en sus padres, cuidadores y profesores; los cuestionan, piden explicaciones, muestran su desacuerdo, rebaten sus órdenes. Si en generaciones anteriores el mundo de la infancia era un mundo protegido, mediado por adultos que actuaban como filtro, hoy los niños tienen un acceso expedito a contenidos eróticos, sexuales, violentos, etc., borrando así los secretos para la infancia.

En el caso de los jóvenes, Hopenhayn (2011) señala que esta es una generación menos discursiva y más gestual que las precedentes, menos declamatoria y más expresiva, menos retórica y más estética. Los jóvenes ejercen una acción política no convencional, un tipo de participación informal, menos estructurada e institucionalizada, desplazando la política representativa y adoptando formas de acción directa, lógica de redes y núcleos más territoriales de articulación.

El acceso a la información, el dominio de la tecnología, la retórica de los derechos, pareciera otorgar a los niños y adolescentes cuotas crecientes de poder. ¿Cuál es el destino de ese poder?, ¿una relación más democrática con los niños? No está muy claro, porque los adultos nos seguimos resistiendo. No sabemos qué hacer con ese poder, cómo gestionarlo, cómo relacionarnos con ellos de forma más horizontal sin perder nuestra autoridad. Estamos acostumbrados a que los adultos hablen y decidan por los niños, como los blancos hablaron por los negros, los ricos por los pobres y los hombres por las mujeres. Del miedo a los adultos se ha pasado al fenómeno inverso: los mayores parecen temerle a los pequeños, en un contexto actual en el cual en general le tememos a los subordinados (Araujo, 2016).

Como ha sido tradicional, la concepción de infancia sigue vinculada a la fragilidad y la inocencia, y en consecuencia a la familia y la escuela. Sobrevive la imagen de una infancia amenazada, vulnerable en sí misma, pero a la vez en riesgo frente al contexto social, ya no solo identificado a través de situaciones de pobreza, abandono o marginalidad, sino en otras concepciones más transversales del riesgo, como el abuso sexual, el consumo de drogas, el embarazo adolescente, la delincuencia y la violencia. En otro sentido, la protección y sobreprotección ante la percepción de inseguridad, muestra también su otra cara, la de la sospecha y la desconfianza ante adolescentes que aparecen más expresivos, seguros de sí mismos, imprevisibles y rebeldes que en las generaciones pasadas.

Estas concepciones son aun ampliamente compartidas y se expresan en diversos ámbitos. En el ámbito educativo, el intercambio de conocimientos no se constituye como forma de socialización y democratización del saber. Los niños suelen ser receptores pasivos del conocimiento validado por adultos. A nivel familiar, a los padres nos cuesta comprender que no solo socializamos a los hijos, también aprendemos de ellos y nos influenciamos mutuamente, y que escuchar e incluir su voz, no significa apoyar acríticamente sus opiniones, sino entablar un diálogo respetuoso.

En la investigación científica, contamos con pocos estudios que exploren las significaciones construidas por los niños, que nos enseñen sobre sus universos de sentido y sus reflexiones acerca de sí mismos y sus experiencias. Los niños no solo internalizan la cultura adulta, sino que son productores de significados y de nuevas pautas de relación. En la intervención médica o psicosocial, los niños y adolescentes no siempre son consultados respecto a su proceso terapéutico, todavía son frecuentemente solo interpretados por sus padres. Los dispositivos de participación social provistos para la infancia y adolescencia, no siempre logran convocarlos ni motivarles. Participación no solo es formar parte, sino también tener la potestad de dar forma a la misma (Casas, 2001).

En el ámbito jurídico y de políticas públicas, el Comité de Derechos del Niño (ONU) ha insistido en que el enfoque de derechos sigue adoptando una visión asistencialista que considera a los niños un grupo vulnerable. Lejos de haberse derogado el modelo tutelar, pareciera que opera una ambivalencia entre ambos modelos. En materia de Responsabilidad Penal Adolescente, no tenemos un derecho penal de adolescentes, sino un derecho penal de adultos atenuado. En derecho de familia, no siempre existe el tiempo para que los niños expresen su opinión, ni se proveen dispositivos de escucha acogedores, pero sobre todo respetuosos de su individualidad. Los estudios sobre los niños como testigos judiciales, dedicaron mucho tiempo a demostrar por qué sus declaraciones podían ser invalidadas, solo desde los años 80 se comenzó a estudiar cómo apoyar y proveer de condiciones favorables para que los niños se pudieran expresar. Pero incluso hoy, instrumentos como la reciente Ley de entrevista videograbada (Ley N° 21.057), no distingue entre aquellos niños que requieren de condiciones especiales para declarar, de quienes no las requieren, sino que asume a todos los niños víctimas como un grupo vulnerable sin excepciones.

¿Qué es un niño?, es una pregunta que hoy no encuentra respuestas simples. Nuestras representaciones sociales de la infancia y adolescencia ya no caben en las tradicionales categorías de hijo y alumno, ni en las nociones jurídicas de víctima o delincuente. Los niños agotan y desbordan los márgenes sociales y simbólicos que les hemos conferido, así como la dirección de la asimetría relacional siempre supeditada al adulto, cuando en la realidad muchas veces son los niños los que nos enseñan qué hacer, en especial respecto a los asuntos que les afectan.

Probablemente, a partir de reconocer el rol político que juegan los niños, educando en y para ejercer responsablemente su autonomía y poder, se juega no solo el bienestar y la participación activa de la niñez, sino que también la construcción de una verdadera democracia.